En medio del ritmo acelerado de la vida, muchas veces dejamos de tocarnos.
Y no hablo solo del contacto físico, sino de esa caricia interna que nos recuerda que estamos vivas.
Vivimos atravesadas por el apuro, las demandas, los pendientes.
Y en ese modo automático, nos desconectamos de nuestro cuerpo y de nuestro sentir.
La piel es el órgano más extenso que tenemos.
Y sin embargo, suele ser el más olvidado.
Recibe miles de estímulos al día, pero ¿cuántos de ellos son caricias conscientes?
Una caricia puede ser un acto sagrado.
Un lenguaje silencioso que no necesita palabras.
Cuando nos acariciamos, o dejamos que alguien lo haga con presencia, nuestro sistema nervioso se calma, el corazón se abre y el alma respira.
En mi propio camino descubrí que mi piel era el órgano de mayor conexión con el placer.
No fue inmediato. Fue un descubrimiento revelador que me permitió romper tabúes, soltar creencias heredadas, y empezar a habitarme desde un lugar nuevo: más libre, más auténtico, más mío.
Desde ese día, entendí que la piel no es solo un límite físico: es un puente hacia el deseo, hacia el gozo, hacia nosotras mismas.
Las caricias no sólo estimulan el cuerpo, también despiertan memorias, emociones, ternura…
Nos devuelven al presente, al aquí y ahora, al placer que no se explica, se siente.

Pero para muchas mujeres, el contacto también puede ser incómodo o desconectado.
No es raro: cada centímetro de piel guarda historias, tensiones, creencias.
Por eso, no se trata de tocar por tocar.
Se trata de re-aprender a habitar la piel desde un lugar amoroso, seguro y presente.
Una caricia puede ser un acto de sanación.
Una forma de decirle al cuerpo: “te escucho, te respeto, me importa cómo estás.”
No necesitamos esperar a que otra persona lo haga.
Podés empezar hoy, con una mano que se posa sobre tu pecho, con una crema que aplicás sin apuro, con un abrazo largo…
El tacto consciente es un puente directo hacia el bienestar, el deseo y la plenitud.
Te invito a probarlo.
A sentir tu cuerpo como hogar.
A volver a vos.